martes, noviembre 30, 2004

Las alas del deseo

Hoy no hay ganas de escribir. Será el calor. Será que se está en check gage. Será el desánimo ese en el que uno, cada tanto, se da el lujo de dejarse caer como pluma, mecer, un entregarse al piloto automático con la vana esperanza de que el mismo arcángel Gabriel baje del cielo a tomar las riendas. Aunque lo más probable es que, al verlo tan plumoso, algún piola lo ponga en una jaula dorada y lo cuelgue en la vidriera de una casa de mascotas, digamos a 20 pesos, al lado de los hamsters y sus ruedas de obsesión, al lado de los peces y sus narices chocadas todo el tiempo contra el propio reflejo, al lado de los niños con las lenguas pintadas por el bazooka monster, y al lado de sus padres que acaban de apagar un cigarrillo para encender el próximo. Pequeños prozacs, engañapichangas, formas mínimas pero efectivas de esperar a que la vida pase como pluma que cae, porque parece que no vale la pena vivirla como pies que pisan. Y si no dejen sin su ruedita a los hamsters, sin su pared de vidrio a los peces, sin su chicle a los niños, sin su cigarrillo a los padres. Sin su jaula a los ángeles. Se armaría revuelo. Se comerían entre sí, se volarían, se nadarían. ¿Se pensarían?
Mejor pasamos a la vidriera siguiente, la de los juguetes en un local que alguna vez fue todopordospesos pero que ahora se anima a las dos y hasta las tres cifras en el precio de sus artículos. Serán chinos, pero no dolubos. ¿Cuántos chinitos flaquitos y curcunchos hizo falta encerrar a pan y agua en una pieza perdida de Shangai para lograr esta fantástica motito transformer del Hombre Araña a este precio ridículo? Una bicoca, cuesta diez mangos nada más. Ni siquiera diez: nueve noventa. Las palabras mágicas que deciden la compra, es decir papá quiero una, llegan de inmediato. Que en el trabajo no me pagaron, que en la casa tenés cuatro iguales, que otro día porque se hace tarde. A la vez, la cara de papá se vuelve una mueca de impotencia, un nudo apretado, qué bien le vendría correr en una rueda de hamster para canalizar el jugo amargo que le sube por los músculos, justo ahora se quedó sin cigarrillos. Se asusta de su propia frustración al verse reflejado en una bola dorada que hay en la vidriera, no es una sola sino diez, cien, una al lado de la otra, mil reflejos oblongos de sus cejas caídas, de su grito ahogado. Es cierto, ya nos apuran con la navidad, yinguelsbels yinguelsbels, ¿por qué mejor no le pedís la moto a Papá Noel? También hay expuestos varios Papás Noel de diferentes tamaños, que mueven la manito, que cantan cancioncillas; guirnaldas verdes, rojas, amarillas, arbolitos plegables, moños, pesebres, burros descansando, niños Jesús. ¿Y qué saben estos chinos de Papás Noel y de niños Jesús? Evidentemente saben cómo transformar un Jesús en unas monedas, que, si se las multiplica por los millones de Jesuses de plástico que estos chinos venden en el mundo, hacen un sencillo interesante. ¿Judas siglo XXI? No es para tanto, che. El secreto de los chinos es, justamente, que son chinos: adaptan su ateísmo y su comunismo a la religión del mercado, al deseo del consumidor y no al capricho del productor. Y nosotros acá, piensa el padre, creyéndonos que hacemos el mejor vino del mundo, cuando para los chinos (el mercado más grande del planeta) el mejor vino del mundo quizá sea un asqueroso mix de uvas fermentadas con licor de frutillas. ¿Invadiremos las góndolas chinas algún día de mix de uvas fermentadas con licor de frutillas made in San Juan? No, por favor, ante todo debemos mantener intachable la sanjuanidad que nos enaltece, porque Sarmiento bla bla bla, un minuto de silencio, corona con leyenda en la estatua, discurso de protesorero y a dormir la siesta.
Un tirón desde la botamanga saca al padre de la ensoñación. Es el hijo, que con voz de tres años dice esperanzado que va a nevar para Navidad, ¿nocierto? Papá mira a Papá Noel. Tan abrigado, y con esa barba... Es verdad: el clima está medio loco, pero no, no va a nevar. Otra mentira políticamente correcta que habrá que mantener. Como los chinos, que no creen en nada pero que fabrican Jesuses para subsistir. Como los tristes peces, a los que les armamos un entorno de piedras de colores y galeones hundidos y plantas de plástico para creerlos felices. Como la etiqueta del chicle que promete superpoderes globoinvencibles a quien lo masque, pero que a los diez minutos de mascado se pone duro y sin sabor. Como la sonrisa de satisfacción que se le muestra al jefe a pesar de que por dentro carcome la impotencia. Será el calor. Pero hoy no hay ganas de escribir.

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